José María Manuel Pablo de la Cruz Jarabo Pérez Morris, de 33 años, autor de crímenes terribles, un asesino inescrupuloso, es uno de los más famosos de la página criminal española.
Sus espantosos crímenes salieron a la luz pública el 22 de julio de 1958.
El día anterior habían sido descubiertos los cuerpos sin vida de cuatro personas, dos hombres y dos mujeres, a quienes había asesinado.
Con pinta siempre de dandy, impresionate plantaje, nadie podía imaginar que este caballero cometería uno de los crímenes múltiples más brutales de la historia negra española, y que una vuelta de garrote pondrá fin a la amarga recta final de su existencia.
Sus enemigos dicen que sólo es un crápula, un despilfarrador, un vago y un enfermo sexual.
Fue un señorito en tiempos de crisis, un dandy que disfruta de un tren de vida muy por encima de sus posibilidades, gastador sin medida.
Tuvo un apasionado romance con una inglesa casada, se nombre Beryl Martin Jones, gastó en cena, hoteles y regalos, una verdadera fortuna.
Ella le regalo un anillo que luego insistentemente le pedía ser devuelto, en una comprometedora misiva de amor con diversas confesiones íntimas
Ella insistía desde Inglaterra…Él había empeado la prenda a la tienda de empeños Fuster , pero no tenía las cuatro mil pesetas que necesitaba para recuperar la joya, que valía por cierto muchísimo mas de esta cifra.
Mató a la criada, al matrimonio, a una mujer embarazada, todo por lograr encontrar la joya y la carta.
Se relaja y pasa una noche entre los muertos, durmiendo un sueño incomprensiblemente plácido y profundo.
Errores
A las nueve de la mañana Jarabo abandona el improvisado panteón sin haber encontrado ni la sortija ni la carta. Para solucionar ese problema se encamina a una nueva cita, en este caso con Félix López Robledo, copropietario de la casa de empeños Jusfer. Pero antes desayuna, se toma unos coñacs, ve un par de películas en el cine Carretas, come en un restaurante chino y se echa una siesta en una pensión de la calle Escosura. Rendido por el esfuerzo de matar se toma el domingo libre y alarga el reparador sueño hasta las seis de la mañana. Dos horas después ya está en marcha. Ha desayunado su copa de brandy y comprobado que la Browning del 7,65 está cargada y en su bolsillo. Todo está en orden. Es la mañana del lunes 21 de julio.
Félix López Robledo siente cómo alguien que le estaba esperando en el portal de su tienda le sujeta por la espalda con una torpe llave de lucha. Es lo último que siente. Jarabo dispara dos tiros en la nuca del prestamista. Después registra sus bolsillos y el local y sale a la calle con las manos vacías y ensangrentadas. Se siente acabado. Ha matado a cuatro personas para nada. Más coñac y algunas drogas: cocaína, morfina… Y demasiados errores.
Sospecha
Aturdido por la matanza, Jarabo deja el traje, empapado en sangre, en una tintorería situada en el número 49 de la calle Orense. Luego se va de copas. Gasta dinero como si el mundo se fuera a terminar esa misma noche y despierta las sospechas de toda la gente que le conoce.
A las doce del mediodía del día siguiente, martes 22 de julio, Jarabo se acerca a la tintorería donde dejó el traje para recogerlo. Cuando llega le está esperando un dispositivo de vigilancia policial especial: el país entero está conmocionado por la noticia y el dueño de la tintorería avisó inmediatamente a la policía nada más ver la ropa. Jarabo se resiste en principio a ser detenido. Lleva un DNI falso, una pulsera y un reloj omega de oro, juegos de llaves de las casas donde cometió los asesinatos y una pistola FN del 7,65 caliente que aún huele a pólvora.
Ya en el despacho del jefe de la Brigada de Investigación Criminal de la Dirección General de Seguridad el sospechoso, muy entero en todo momento, niega los hechos y asegura que hace semanas que no ve a las víctimas. El inspector jefe Sebastián Fernández Rivas y los policías Ramón Monedero Navalón y Pedro Herranz Rosado se encargan de interrogarle. Después de un par de preguntas de trámite le enseñan unas fotos de los cadáveres, y el sospechoso se tambalea y cae desmayado al suelo. Se derrumba. Y confiesa que ha matado por amor, por recuperar una joya y una carta de «la única mujer a la que he logrado querer». Ingresa por segunda vez en prisión: cuentan que ocupó durante algún tiempo la celda de una cárcel de Estados Unidos acusado de dirigir una casa de citas en Puerto Rico.
España entera se estremece con la orgía de sangre. Y con los detalles que rodean al criminal y a las víctimas. Los periódicos publican coleccionables con la historia del crimen, y le dedican portadas y titulares gloriosos. Los psiquiatras dicen que es «un psicópata desalmado». La gente se apelotonaba en las largas colas que se formaban en la calle para poder asistir al histórico juicio de «el último carnicero español».
Un año después, el 5 julio de 1959, todos los periódicos publicaban una lacónica noticia en portada: «En las primeras horas de la mañana de ayer, en el patio principal de la Prisión Provincial de Madrid, ha sido ejecutada, con las formalidades exigidas por la ley en estos casos, la sentencia de pena de muerte dictada contra José María Manuel Pablo de la Cruz Jarabo Pérez Morris».
Condenado a cuatro penas de muerte, Jarabo murió con las vértebras del cuello descoyuntadas por la quinta vuelta de tuerca del último garrote vil que se utilizó en España. Está enterrado en el madrileño cementerio de la Almudena.