Durante los años 30 del siglo pasado casi doscientos mil alemanes emigraron a Estados Unidos, entre ellos muchas personalidades del mundo de la cultura como es el caso de Marlene.
Aunque Marlene no era una refugiada, compartía con ellos, además de su desprecio por el nazismo, toda una serie de contradicciones. Eran exiliados avergonzados de su país, pero su cultura profundamente alemana, difería muchísimo de la norteamericana. El escritor Thomas Mann se lamentó: “¡Pobres de nosostros, los alemanes! Estamos solos aun si somos famosos. No caemos bien a nadie”.
Marlene Dietrich llevaba dos años en Hollywood cuando en la primavera de 1932 anunció su intención de regresar a Alemania. Tras rodar juntos tres películas, el director Josef von Sternberg, su descubridor y mentor, consideró que había llegado el momento de que ambos siguieran sus carreras por separado.
La situación en Alemania era explosiva y, tras la fiebre nacionalsocialista que se propagó por el país y el nombramiento de Hitler como canciller en enero de 1933, un riesgo para la actriz. Su antipatía por los nazis y por todo lo que representaban era tan manifiesta como su amistad con artistas e intelectuales, muchos de ellos judios.
Joseph Goebbels, orquestó una feroz campaña en la prensa contra la actriz con la esperanza de que cediera a la presión de volver a Alemania. En mayo de 1933, un diario denunció su abandono a la patria en una dura crítica cargada de tintes xenófobos.
Marlene fue convecida por su marido para que se estableciera en París antes que en Berlín. Allí recibió en su hotel a artistas, refugiados judíos y exiliados políticos, que la pusieron al día del antisemitismo rampante y la persecución de los opositores del régimen. Ayudó siempre que pudo con dinero o intercediendo para procurarles un trabajo o un pasaje a Estados Unidos. Pero también un grupo de distribuidores alemanes, con el visto bueno de Goebbels, acudieron a su hotel para pedirle que regresara a Alemania y rodase allí.
Marlene desafiante, les plantó cara. No solo estaba molesta por las críticas, sino que condenó la expulsión de intelectuales, en su mayoría judíos, y expresó su indignación por la quema de libros que había tenido lugar en Berlín pocos meses antes.
En Alemania la prensa pasó de afear su falta de patriotismo a atacar directamente sus películas. Marruecos ofendía los ideales morales y académicos del Tercer Reich, y Fatalidad retrataba a los militares como cobardes. El último estreno de Marlene, El cantar de los cantares fue también censurada por los nazis, pues se basaba en la novela de un judío, estaba financiada con el dinero de los judíos de Hollywood y utilizaba a una compatriota para atentar contra la pureza moral de los alemanes.
Marlene realmente rechazaba su pasado, aunque tampoco se sentía cómoda con las costumbres de los estaunidenses. Hollywood era perfecto para hacer cine, y sin embargo nunca se sintió en casa allí. Tenía muchos amigos, pero no le gustaba la informalidad de sus vidas.
Al final, al volver a Hollywood, el 5 de marzo de 1937 solicitó la ciudadanía estaunidense. Marlene afirmaría después que no renegaba de su origen alemán, sino de las creencias y acciones que había adoptado su país.