Hace muchos años vivía un emperador al que le encantaba tener trajes nuevos.
De hecho, invertía gran parte de sus rentas y de los impuestos que recogía del pueblo en vestir elegantemente.
Este emperador no se interesaba por sus soldados ni por el desarrollo del reino o por salir de paseo por el campo, a menos que estas actividades le permitieran lucir sus trajes nuevos.
Su pasión por la moda era tal que tenía un vestido distinto para cada momento del día y pasaba gran parte de la jornada eligiendo sus atuendos y accesorios, lo cual le dejaba muy poco tiempo para atender los asuntos del reino.
Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo se le hacía cada vez más difícil encontrar un sastre que le gustara y que cumpliera sus exigencias.
Por eso, hizo correr la voz a los reinos vecinos de que recibiría con los brazos abiertos a los mejores sastres de la región, aquellos que fueran capaces de confeccionarle nuevos trajes que le dejaran boquiabierto.
No tardaron en llegar sastres de todas partes del mundo.
Algunos ni siquiera lograban superar las primeras pruebas, otros llegaban a confeccionarle trajes pero ninguno lograba satisfacerlo del todo.
Un día se presentaron ante el emperador dos truhanes que se hicieron pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las telas más maravillosas con las que podían confeccionar trajes únicos y de increíble belleza.
Lo más interesante es que aquella tela tenía una milagrosa propiedad: era invisible para aquellas personas que no estuvieran capacitadas para su cargo o que fueran irremediablemente estúpidas.
¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el emperador. Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios de mi reino son totalmente ineptos.
Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos.
Quiero uno de esos trajes.
Sin pensarlo dos veces, mandó a que los supuestos sastres pusieran manos a la obra. y para que pudieran comprar todo lo que necesitaban, les dio un buen adelanto de su pago.
Los falsos sastres montaron enseguida un gran telar y simularon que trabajaban hasta bien entrada la noche, a pesar de que en la máquina no se podía ver nada.
El emperador estaba ansioso por ver el traje pero en lo más profundo de sí tenía un poco de miedo ya que si no lo veía, sería tildado de tonto.
Así que para evitar todo tipo de riesgo, pensó en enviar a su ministro para que visitara a los sastres y le comentara cómo iba el trabajo ya que, a fin de cuentas, se trataba de un hombre fiel y hábil en su trabajo.
Bajo petición del emperador, el ministro se presentó en la sala ocupada por los dos embaucadores, quienes continuaban trabajando en los telares vacíos.
¡Dios nos ampare! ¡No veo nada! pensó el ministro para sus adentros con gran asombro, aunque no dijo una palabra.
Los dos sastres falsos le rogaron que se acercase y le preguntaron su criterio sobre el color y el dibujo del traje.
Le señalaban el telar vacío y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había.
¡Dios santo! pensó ¿Acaso seré tonto? Jamás lo hubiera creído, pero nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea un completo inútil para mi cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela porque seguramente me despedirán.
¿Qué? ¿No dice nada sobre el tejido? preguntó uno de los tejedores.
¡Oh, es precioso! respondió el viejo ministro mirando a través de sus lentes.
¡Qué dibujo y qué colores!
Desde luego, le diré al emperador que me ha gustado mucho.
Nos alegra que así sea respondieron los tejedores, a la vez que le mencionaron algunos de los colores del traje y le describían un raro dibujo que no existía.
El ministro tuvo cuidado de prestar atención a las explicaciones para poder repetirlas al emperador, y así lo hizo.
Los estafadores, seguros de que su trampa estaba dando resultado, pidieron más dinero, seda y oro ya que lo necesitaban para seguir tejiendo.
Evidentemente, todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una moneda se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías.
Poco después el emperador envió a otro funcionario de su confianza para inspeccionar el trabajo y saber cuándo estaría listo.
Al segundo le ocurrió lo mismo que al primero, miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.
¿Verdad que es un traje bonito? -preguntaron los dos sastres mientras señalaban y daban detalles del traje.
Yo no soy tonto y no puedo abandonar mi cargo. Así que nadie puede darse cuenta de esto. – Así que ni corto ni perezoso se deshizo en alabanzas sobre la tela que no veía y se entusiasmó ante aquellos hermosos colores y el soberbio dibujo.
¡Es digno de admiración! le dijo al emperador.
Mientras tanto, los comentarios sobre el magnífico traje corrieron por todo el reino.
Todos los moradores de la capital hablaban del precioso traje y tanto aumentó la curiosidad del emperador que quiso verlo con sus propios ojos antes de que lo sacasen del telar.
Seguido de sus vasallos, entre los cuales figuraban sus dos enviados, se encaminó a la casa donde trabajaban los falsos sastres, quienes continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.
¿Verdad que es admirable? preguntaron los dos honrados dignatarios.
Fíjese vuestra majestad en estos colores y estos dibujos y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela.
¡Cómo! pensó el Emperador.
¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? ¡Es espantoso!
¡Oh, sí, es muy bonita! -dijo. Me gusta.
Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío ya que no quería confesar que no veía nada.
Todos los miembros de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio, aunque todos comentaban, como el emperador, la belleza del traje.
Así, le aconsejaron que estrenase el traje en la procesión que se celebraría próximamente.
¡Es precioso, elegantísimo, estupendo! todo el mundo parecía extasiado con el traje.
El emperador le concedió una condecoración a cada uno de los dos bribones y los nombró tejedores imperiales.
Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección del traje del soberano.
Simularon que quitaban la tela del telar, que la cortaban con grandes tijeras y que la cosían con agujas sin hebra, hasta que finalmente dijeron:
¡El traje está listo!
Poco después llegó el emperador en compañía de su séquito y los dos truhanes levantaron los brazos como si estuvieran sosteniendo un traje, a la vez que decían:
Estos son los pantalones.
Ahí está la casaca. Aquí tienen el manto.
Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña, es para dar la sensación de que no lleva nada sobre el cuerpo, es la mejor tela.
¡Sí! asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no podían ver nada.
¿Quiere dignarse vuestra majestad a quitarse el traje que lleva para que podamos ponerle el nuevo?
Entonces el emperador se desprendió de sus prendas y los sastres simularon que le ponían cada una de las piezas del vestido nuevo.
Cuando el emperador estuvo “vestido”, le hicieron darse la vuelta delante del espejo para que pudiera verse.
¡Qué bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaban todos. – ¡Es un traje precioso!
En ese momento el maestro de ceremonias anunció:
El séquito que acompañará a vuestra majestad durante la procesión le aguarda en la calle.
Muy bien, estoy casi listo – dijo el Emperador.
¿Verdad que me sienta bien? y para que todos creyeran que podía ver el traje se miró al espejo.
Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola del traje bajaron las manos al suelo como para levantarla y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire, por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada.
Y de este modo echó a andar el emperador seguido de su séquito, mientras la gente desde la calle y las ventanas decían:
¡Qué precioso el traje nuevo del emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso!
Ningún traje del monarca había tenido tanto éxito.
Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que no veían nada, para no ser considerados incapaces o estúpidos. Sin embargo, todo se vino abajo cuando un niño se acercó al emperador y dijo:
¡Pero si no lleva nada! exclamó.
¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! dijo su padre, pero fue demasiado tarde porque todo el mundo comenzó a repetir lo que acababa de decir el pequeño.
¡No lleva nada, es un chiquillo el que dice que está desnudo!
¡Pero si está desnudo! gritó, al fin, el pueblo entero.
Avergonzado hasta los tuétanos, el emperador se dio cuenta de su gran equivocación. Sin embargo, para no dejarse apabullar, irguió su cabeza y terminó el desfile mientras sus ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.
Tomado de internet.