Los fantasmas aún habitan el viejo castillo de piedra que mira hacia el Adriático. Su nombre lo define: todas las habitaciones del castillo de Miramar se iluminan con el reflejo de las aguas que mojan el golfo de Trieste. Y sin embargo, cada bloque utilizado en su construcción se convirtió en un presagio funesto: la enorme deuda; una severa hipoteca, el matrimonio por conveniencia y la ambición desmedida de Maximiliano y Carlota fueron los cuatro clavos que cerraron el ataúd de la joven pareja real antes de partir hacia México en 1864.
Sobre las cortinas rojas que ambientan la capilla -bordadas luego del ofrecimiento de la corona que los conservadores mexicanos hicieron al archiduque en 1863- surge el águila imperial, coronada con los sueños rotos de Maximiliano y Carlota.
Mirarmar quisiera olvidar la tragedia de los archiduques. Como si nunca hubieran dejado Trieste, la biblioteca mantiene intacto el mismo orden que le diera la pareja imperial a los miles de volúmenes que ocupan las paredes de la construcción de mediados del siglo XIX.
Una pequeña litografía del Castillo de Chapultepec deja entrever lo que hubiera sido el Castillo de Miravalle, a donde Maximiliano quería llevar el espíritu de su amado Miramar. Sobre el cortinaje de la capilla -que parece teñido en sangre- y acompañando al águila imperial se alcanza a divisar una máxima que el Habsburgo quiso, ingenuamente, enarbolar como bandera de su imperio: «»equidad en la justicia»», sin saber que en México, la República liberal, asistida con la razón, había establecido ya desde la guerra de Reforma la igualdad ante la ley y la separación definitiva y necesaria entre la iglesia y el Estado.
En diciembre de 1863, Maximiliano y Carlota pasaron su última Navidad en el castillo de Miramar. Quizá en la Noche Buena de aquel año, la archiduquesa se retiró temprano a sus aposentos a tocar el piano en soledad -como era su costumbre-, mientras su esposo, dubitativo y soñador marchaba a su habitación principal -copia fiel de su cabina en la fragata Novara- para imaginarse gobernando un país inimaginable.
Desde Miramar el destino estaba escrito: la soberbia águila imperial bordada sobre el cortinaje rojo habría de doblar su cerviz ante el águila liberal de los batallones republicanos.