El 8 de mayo de 1561 Felipe II, en una cédula real dictada en Toledo, anuncia su decisión de trasladar la Corte a la villa del Manzanares, cuando todavía era una ciudad castellana que no destacaba ni por su imagen ni por sus recursos naturales. Su decisión llevó claros y sombras a la capital.
Madrid era entonces era algo así como un lugar virgen que se podía modelar según los intereses y objetivos de la monarquía española. Y eso fue lo que se hizo, a pesar de las limitaciones, a lo largo de la época de los Austrias.
El territorio madrileño contaba con una localización estratégica al estar situado entre los grandes caminos peninsulares, aquellos que venían funcionando desde tiempos romanos y que comunicaban Aragón con Extremadura, Levante, con Castilla y Andalucía, con el norte.
Los historiadores defienden que el traslado no fue caprichoso ni improvisado y, posiblemente, formara parte de un plan claramente renacentista de Felipe II quien, el 3 de junio de 1561, junto con los Reales Consejos y el Registro del Sello Real se establecieron en Madrid tras preparar la villa para que fuera corte.
La primera y más urgente preocupación del municipio fue abastecer de harina y carne a la población, tanto a la residente como a la que se traslada con la Corte. El Concejo, respaldado por la Corona, comenzó a elaborar ambiciosos proyectos que perseguían la modificación total de la ciudad. Para ello, se elaboró un plan, al frente del que se puso al arquitecto Juan Bautista de Toledo, hecho venir desde Italia por Felipe II.
Si este plan se hubiese llevado a cabo en poco tiempo, se habría producido una transformación urbanística homogénea y coherente, pero se desarrolló muy lentamente y entre dificultades urbanas, sociales y económicas, por lo que los valores de las reformas quedaron muy menguados y empobrecidos.
Uno de los mayores responsables de este fracaso fue la Corona que, tras haber espoleado la reforma, se fue desentendiendo de ella, cargando todo el peso de los proyectos sobre el Ayuntamiento.
Comenzaron entonces a proliferar las llamadas ‘casas a la malicia’, llamadas así por mostrar a la calle una sola planta mientras que, en su lado opuesto, tenían dos para librarse de la obligación legal, establecida en la famosa «Regalía de Aposento», de albergar personal cortesano si la casa tenía más de una planta.
Además, pecheros, servidores, campesinos, soldados y mutilados de guerra llegaron a la nueva corte en busca de trabajo o pensiones, lo que supuso pasar de los 10.000 o 20.000 habitantes de la ciudad en 1561, a 35.000 ó 45.000 en 1575. A finales de siglo, fallecido ya Felipe II, la cifra se situó en 100.000.
Otra consecuencia negativa de la nueva condición que vivía Madrid fue la limpieza y el aspecto de sus calles, que degeneró pronto convirtiendo a Madrid, antes de 1600, en la capital más sucia de Europa.